Evangelio Según San Lucas 2: 21-38
A los ocho días circuncidaron al niño, y le pusieron por nombre Jesús, el mismo nombre que el ángel le había dicho a María antes que ella estuviera encinta. Cuando se cumplieron los días en que ellos debían purificarse según la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentárselo al Señor. Lo hicieron así porque en la ley del Señor está escrito: «Todo primer hijo varón será consagrado al Señor.» Fueron, pues, a ofrecer en sacrificio lo que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones de paloma.
En aquel tiempo vivía en Jerusalén un hombre que se llamaba Simeón. Era un hombre justo y piadoso, que esperaba la restauración de Israel. El Espíritu Santo estaba con Simeón, y le había hecho saber que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor enviaría. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al templo; y cuando los padres del niño Jesús lo llevaron también a él, para cumplir con lo que la ley ordenaba, Simeón lo tomó en brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, tu promesa está cumplida:
puedes dejar que tu siervo muera en paz.
Porque ya he visto la salvación
que has comenzado a realizar
a la vista de todos los pueblos,
la luz que alumbrará a las naciones
y que será la gloria de tu pueblo Israel.»
El padre y la madre de Jesús se quedaron admirados al oír lo que Simeón decía del niño. Entonces Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús: Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan o se levanten. Él será una señal que muchos rechazarán, a fin de que las intenciones de muchos corazones queden al descubierto. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que atraviese tu propia alma.
También estaba allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era ya muy anciana. Se casó siendo muy joven, y había vivido con su marido siete años; hacía ya ochenta y cuatro años que se había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones. Ana se presentó en aquel mismo momento, y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Reflexión sobre el Evangelio del Día
Mucho antes de que naciera Jesús, ya el Señor le había revelado a grandes hombres de Dios que vendría un salvador, incluso en el libro del profeta «Isaías» habla de cómo vendría el Mesías a la tierra y también como moriría, te invitamos a leerlo; ahí te darás cuenta que ya Dios había ideado ese plan desde muchos años atrás.
Este hombre Simeón era una de las personas a las que el Padre le había revelado cosas ocultas, por eso fue que cuando sus ojos vieron a Jesús, él ya sabía de inmediato que Dios había cumplido con su palabra, pues el Señor había considerado su promesa para con Simeón, y este entonces procedió a darle su bendición, pero también le advirtió a María todo lo que acontecería en su vida.
Es algo muy tremendo lo que estaba sucediendo en ese tiempo, y te explicamos el porqué. Solo las personas que tenían una relación muy estrecha con Dios como Simeón o la viuda Ana, podían entender lo que estaba pasando porque ya el mismo Padre se los había revelado, entonces su espíritu estaba lo suficientemente sensible para percibir que Jesús sería la respuesta de salvación al mundo.
Asimismo Dios nos revela en la actualidad cosas grandes y ocultas que desconocemos, pero para llegar a ese nivel tenemos que meternos de lleno en su presencia. Solo los que tienen intimidad con él, se les hará conocer su pacto.
Oración del Día
Acto de caridad
Dios mío, te amo sobre todas las cosas a ti y amo al prójimo,
porque Tú eres el infinito, el perfecto Bien, digno de todo amor.
Quiero vivir y morir en este amor, prometo servirte y serte fiel
todos los días de mi vida has el fin, eres Digno de gloria,
honra y alabanza. En ti espero y confío Amén.
Salmos 32: 1-9
Feliz el hombre a quien sus culpas y pecados
le han sido perdonados por completo.
Feliz el hombre que no es mal intencionado
y a quien el Señor no acusa de falta alguna.
Mientras no confesé mi pecado,
mi cuerpo iba decayendo
por mi gemir de todo el día,
pues de día y de noche
tu mano pesaba sobre mí.
Como flor marchita por el calor del verano,
así me sentía decaer.
Pero te confesé sin reservas
mi pecado y mi maldad;
decidí confesarte mis pecados,
y tú, Señor, los perdonaste.
Por eso, en momentos de angustia
los fieles te invocarán,
y aunque las aguas caudalosas se desborden,
no llegarán hasta ellos.
Tú eres mi refugio:
me proteges del peligro,
me rodeas de gritos de liberación.
El Señor dice:
«Mis ojos están puestos en ti.
Yo te daré instrucciones,
te daré consejos,
te enseñaré el camino que debes seguir.